Llegamos a la carretera de acceso al refugio y cogimos los prismáticos, dispuestas a observar aves. La mayoría de las aves acuáticas habían emigrado, pero aún quedaban unos pocos malvasías canelas, porrones americanos y cu- charas comunes. La ciénaga espejeaba como el topacio. Cuando ya estábamos a unos ocho kilómetros al oeste del refugio, y a poco menos de dos del montículo de los mo- chuelos de madriguera, empecé a hablar de ellos, de los Athene cunicularia. Le conté a Sandy el día en que mi abuela y yo los descubrimos. Fue en 1960, el año en que me regaló la Guía de campo de las aves occidentales de Peterson. Lo sé porque feché la imagen de los mochuelos en el libro. Desde entonces, venimos todos los años para presentarles nuestros respetos. Aquí se han criado generaciones enteras de mo- chuelos de madriguera. Me volví hacia mi amiga y le conté que cuatro mochuelillos habían sobrevivido a las crecidas. Estábamos deseando verlos.
A unos setecientos metros de distancia aún no distin- guía el montículo. Levanté el pie del pedal y avancé en punto muerto. Fue como si me encontrara en un territorio desconocido.
El nido había desaparecido. Lo habían eliminado. En su lugar, a unos quince metros, había una construcción de hormigón con un letrero, club de caza de barnacla canadiense . Una valla nueva aplastaba la hierba con una advertencia escrita a mano: prohibido pasar . Nos bajamos del coche y fuimos hasta el lugar donde había estado el montículo desde que yo tenía memoria. Nada. No había ni rastro.
Una camioneta azul se detuvo a nuestro lado.
—Buenas. —Se tocaron la visera de las gorras de béis- bol—. ¿Buscan ustedes algo? No dije nada. Sandy no dijo nada. Entorné los ojos. —No nos los hemos cargado. Los muchachos del de- partamento de carreteras vinieron y echaron la grava. Lo hicieron en dos patadas. Hay que reconocer que los mochuelos esos eran más guarros que el copón, dejando cagarros por todos lados. Y suerte al que pretenda dormir con los bichos esos dando chillidos toda la noche. Había que largarlos. De todas formas nos hemos apostado con los del condado que el año que viene por estas fechas ya se habrán colocado en algún otro sitio por aquí cerca. Los tres nos miraron desde el asiento delantero y vol- vieron a tocarse la visera. Y se marcharon.
La contención es la línea de acero que separa una men- te racional de una violenta. Ya sabía lo que era la rabia. Era un fuego en el estómago.
Fui al refugio otro día. Supongo que mi deseo era volver a ver el montículo en su sitio, con la familia de mochuelos encima. Lógicamente, no fue así.
Me senté en la gravilla y me puse a tirar piedras. Casualmente, la misma camioneta azul con los mismos tres tipos se paró a mi lado: los autoproclamados dueños del recién erigido club de caza de barnacla canadiense. —Buenas, señora. ¿Todavía anda buscando los mo- chuelos? ¿O eran gorriones?
Uno de ellos guiñó un ojo.
De pronto, volví a ver el montículo de los mochuelos de madriguera, el puño cubierto de tierra que se alzaba sobre las llanuras salinas. El mismo que aquellos tipos de barriga cervecera habían arrasado.
Me acerqué tranquilamente a la camioneta y me apoyé en la portezuela. Levanté el puño a escasos centímetros de la cara del conductor y con mucha calma levanté el dedo corazón.
—Esto es para vosotros: de mi parte y de parte de los mochuelos.
Refugio, de T. T. Williams