La naturaleza del tiempo
Algo ha cambiado, algo ya no es lo mismo.
Escucho los pasos arrastrados, las respiraciones pesadas. Antes no era así, antes había ritmo, había bailes y carreras.
Vislumbro fugazmente entre las sobas de las hojas la luz extenuada del ayer o de una tarde olvidada, hace años. Algo se filtra, exuda, sedimenta, procedente de otros tiempos.
Percibo en el paladar el sabor de la ceniza; en la nariz, olor a chamuscado. Indicios de rastrojos quemados o de un bosque consumido por las llamas.
Algo ha cambiado, algo ya no es lo mismo.
Palpo con mis dedos otra piel, fría y bulbosa. Antes era cálida y lisa y vigorosa como la mano de un hombre; hoy, la muda de una víbora.
Paseas en la cálida tarde de un agosto y, de repente, asomando detrás de un matorral, te asalta un hedor a descomposición. Un cadáver, tal vez una rata, pero cadáver, al fin y al cabo. Algo ha empezado a descomponerse, algo se vuelve amargo, fétido, ennegrecido, rígido, lo percibo con los cinco sentidos.
Algo ha cambiado, algo ya no es lo mismo.
¿Y si resulta que el tiempos se ha detenido ya? ¿Cómo podríamos saberlo? ¿Se pararán los relojes? ¿Seguirán inamovibles en la misma fecha los calendarios? Lo dudo, no se alimentan de tiempo. De hecho, no viven de él.
¿De qué se nutre el tiempo, entonces?
De todo lo vivo, evidentemente. Los gatos y las vacas, las abejas y culebras de agua, el cardo borriquero, el busardo ratonero y los ratones, las ardillas en los parques, las lombrices de tierra y la mosca de la fruta, la ballena azul, el gardí. Todo aquello que nada, vuela, se desliza en silencio, trepa a los árboles, crece, se reproduce, envejece y muere. Solo ellos se nutren del tiempo. O el tiempo se nutre de nosotros. Eso es, nosotros somos el alimento del tiempo.
Gueorgui Gospodínov, Las tempestálidas
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