La primera vez que me dijeron que no estaba escribiendo en español. Que no hablaba correctamente el español. Vosotros, no ustedes. Las correcciones son extirpaciones. «Echar de menos», no «extrañar». El ciclón tropical lejos del núcleo cálido. Una iglesia sobre una huaca. Los cuatro caballos corriendo en direcciones distintas para desmembrar el cuerpo. Para cortar nuestras trenzas. Migrar no es volver a nacer, es volver a nombrar lo que ya tenía nombre.
Ese teléfono público, cuando existían, en el que tardé más de la cuenta y el hombre que no podía esperar vio en mí a una criatura bajada de los árboles que folla con las llamas. Esa fue la primera vez que me gritaron que me vaya a mi país, a mi casa.
En realidad, volvería a casa pero ya no tengo casa. Así que hice una en la que extrañar y no echar de menos, allí puse un nuevo acento a mis afectos. No sé de qué podría hablar ahora. Del nido. De la decisión de las aves. De las estaciones frías. De las distancias. De haber sido, de seguir siendo, de llegar sin llegar, de instalarse a medio camino, de dar miedo, de no poder, de no querer,
de que te persigan hasta cuando no haces nada, de dejar muchas vidas atrás, de perderlo todo, de empezar de nuevo, de cero, de abajo, de las colas, de la ley, de mi viejo NIE, de la oportunidad que me dieron, de todo lo que les debo, de la maternidad solitaria, de mi nueva familia, de jurar ante el rey.
Vivo en España hace dieciocho años, pero en realidad habito Panchilandia, donde todo el mundo sonríe y nos habla con cariño. Dicen con cariño panchi, panchita, machupicchu, fiesta nacional. El chiste con el que dicen quererme hace que parezca normal que no me quieran. En Forocoches somos la fauna cuyo hábitat es un centro comercial. Me hablan de la peruanita que le limpia la casa a su amiga Pepa,
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qué buena es, se puede confiar en ella. Creen que es un tema de conversación que pueden tener conmigo porque yo también soy una peruanita confiable. ¿Me habrán blanqueado? ¿Cuándo voy a integrarme? Qué pelo hermoso, crin de caballo, qué bien haces el pollo frito. Qué piel, qué suave, qué dientes, qué manitos, tan pequeñas y morenitas. Podría bajar un bloque de hielo de la cordillera en mi espalda para purificar la cosecha. Me aplaudirías.
Me he reproducido como una flor de cactus en este territorio ajeno que voy haciendo mío. Con una mujer blanca y un hombre cholo, enredamos nuestras tres lenguas para fabricar otro nido. Polinizados por el picaflor de garganta rubí.
Pero en los parques infantiles soy la niñera de mi hijo o de cualquiera de sus hijos, de sus madres, de sus padres. Ni siquiera sé llorar con decoro en los velorios. Y tampoco quiero. Solo sé hacer el indio ante la muerte. Mi teatralidad de culebrón, mis celos endemoniados, mis exabruptos. Pero no volverán a cortar mi larga y negra trenza para tirársela a los perros. Minucias del privilegio de la migración con papeles. Hay tantos, sin embargo, que no volverán a ver sus ríos. Apenas la odisea y el agujero negro del interno en el limbo del refugio. Los que están aquí mejor que en el otro infierno. Todo pasa, encadenándose de norte a sur como las parras en primavera Como las pelotas de goma que disparan mientras nadas en el tramo Marruecos-Ceuta. Como una zapatilla Nike flotando en el Tarajal.
Mientras el rey esquía con un completísimo equipo para la nieve. Nunca dejamos de buscar lo que fuimos para comenzar a ser lo que soñamos. En un movimiento que nos aleja de la frontera, ese lugar entre la vida y la muerte en la que un diputado de derechas abraza a la policía. Europa, les disparas en sus países, les disparas en tus colonias, les disparas en el agua, les disparas en las fronteras, les disparas en sus casas, les disparas en el corazón. Mi profesora de geografía en Perú, la que me enseñó la escala, la latitud y la longitud del mundo, le cambia el pañal a tu padre, España. Ten un poco de decencia.
Gabriela Wiener, poema en Huaco retrato
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