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Abril de 1959. Estoy junto a la barandilla de la cubierta superior del Batory y siento que mi vida se acaba. Observo a la multitud reunida en la orilla para despedir al barco que zarpa de Gdynia —una multitud que de repente está irrevocablemente al otro lado— y quiero huir, regresar, precipitarme hacia la excitación familiar, hacia las manos que se agitan, hacia las exclamaciones. No podemos abandonar todo esto, pero lo hacemos. Tengo trece años y emigramos. Es una noción tan demoledora, tan definitiva que podría muy bien significar el fin del mundo.
Mi hermana, que tiene cuatro años menos, me agarra la mano en silencio; apenas entiende dónde estamos o qué nos ocurre. Mis padres están muy nerviosos; la policía de aduanas les acaba de someter a un cacheo, un último trámite en su acoso antijudío. Sin embargo, los agentes no fueron suficientemente listos, o suficientemente suspicaces, para registrarnos a mi hermana y a mí; una suerte, porque llevábamos, en unos grandes bolsillos cosidos dentro de nuestras faldas y ocultos bajo amplios jerséis, objetos de plata que no teníamos permiso para sacar de Polonia.
(...) Una tristeza juvenil me perfora con tal fuerza que de pronto dejo de llorar y lucho, inmóvil, contra el dolor. Quiero desesperadamente que el tiempo se detenga y que el barco se pare por la fuerza de mi voluntad. Estoy sufriendo mi primer ataque severo de nostalgia o tęsknota; un término que añade a la idea de nostalgia tonos más intensos de tristeza y anhelo. Es un sentimiento que estoy condenada a conocer íntimamente en todos sus matices y grados, pero, en este momento vacilante, me invade como una visita procedente de una nueva geografía de emociones, una anunciación del dolor que puede suscitar la ausencia. O una premonición de la ausencia, porque en esta encrucijada me siento llena de lo que estoy a punto de perder: imágenes de Cracovia, la cual he amado como se ama a una persona, de ciudades achicharradas por el sol donde hemos pasado las vacaciones de verano, de las horas que estuve trabajando ciertos pasajes con mi profesora de piano, de las conversaciones y escapadas con amigos. Cuando miro hacia delante, me tropiezo con un vacío enorme y frío: un ensombrecimiento, un borrado de la imaginación, como si el objetivo de la cámara fotográfica se hubiera obturado bruscamente o se hubiera corrido una pesada cortina sobre el futuro. Del lugar adonde nos dirigimos, Canadá, no sé nada.
(...)
Muchos años después, en una elegante fiesta neoyorquina, una mujer me cuenta que tuvo una infancia maravillosa. Su padre era un diplomático de alto rango en un país asiático y había vivido rodeada de una elegancia suntuosa, de la cortesía de los sirvientes y de hombres maduros que le habían hecho delicadas insinuaciones. No es extraño, dijo ella, que a los trece años, cuando se acabó este capítulo de su vida, se sintiese expulsada del paraíso, y que desde entonces no hubiese dejado de buscarlo de nuevo.
No es extraño, en efecto. Lo extraño es lo que alguien puede llegar a considerar un paraíso. Le expliqué que me había criado en un apartamento lumpen en Cracovia, apretujada con otras cuatro personas en tres habitaciones rudimentarias, rodeada de riñas, de oscuros murmullos políticos, de recuerdos de la guerra y de sus sufrimientos y de la lucha diaria por la existencia. Y, aun así, cuando llegó el momento de marcharse, yo también sentí que me echaban del seguro y feliz jardín del Edén.
Inicio de Extraña para mí, de Eva Hoffman.
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