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Había pensado mucho en el regreso. Seguro que su cara estaría plasmada en todas las farolas de la ciudad, con un cartel a modo de perro perdido por las calles. O peor aún, el típico "se busca", como un fugitivo del oeste. A lo mejor su abuela tenía razón, y leía demasiados libros. Nunca son demasiados, concluyó. Pero ahí estaba, nuevamente delante de la puerta. Esta vez, del otro lado. Y esta vez, sí sabía a dónde le llevaría. La pregunta era otra: ¿querría volver?
Aquellos días en la selva habían sido lo más parecido a la felicidad que recordaba (bizcochos aparte). Podrás pensar que, un niño perdido en el Amazonas, tiene pocas o nulas posibilidades de supervivencia. Pero al cruzar, no se sintió solo. Primero, porque no lo estaba. Y segundo, porque la soledad le acompañaba siempre.
¿No estaba solo? ¡Claro! Olvidaba ese pequeño detalle. ¿Recordáis aquellos ojos diminutos mirándole? No, no eran ranas. Ni simios. Hubiese resultado divertido haber sido el descubridor de una nueva especie. Pero eran las miradas de una tribu y él no había sido invitado a su ceremonia. Lo que ocurrió después, requeriría de muchas páginas en blanco e infinidad de aventuras para llenarlas. El resultado de todas era éste: sentarse enfrente de su origen.
¿Cruzar? Su abuela no merecía la angustia de vivir sola, sin él. Tampoco era demasiado justo dejarla amasando dulces, con su problema de glucosa. La echaba de menos. Mucho. Era lo único que le pedía a gritos regresar. Hundirse en su mandilón gastado, aferrarse a su abrazo de anís.
Miró a sus amigos. Sí, tenía amigos. Allí, en ese recóndito lugar, plagado de mosquitos y humedad. Sin red wifi a la que conectarse para visualizar la última broma pesada que le habrían hecho. Les miró, atrapado en la ternura de las tardes en el río, las noches cazando arañas, los bailes de estrellas... Debía cruzar. Se acercaron a él y le pintaron, con barro, una estrella en la frente. "Tú eres nosotros".
Y cruzó.
Sería bonito el final. Pero hemos vuelto al principio. Otra vez, el patio de recreo. Nada había cambiado. ¿Cómo era posible? ¿Cuánto tiempo había pasado? Al parecer, poco. Sus matones se acercaron como en una danza nupcial. Malditos sueños, malditos libros. ¿Quién ha dicho que la imaginación es un arma poderosa? Se secó el sudor de su frente. Y al mirar su mano, la notó sucia, manchada de musgo, o barro. Se levantó lentamente. Tenía una estrella en la frente. Nadie pierde así una batalla. Ni las panteras vencen a la tribu.
"Habéis perdido", sentenció.
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