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Había agotado todos sus recursos: no entregar las tareas, molestar en clase, hacer caricaturas realmente buenas... Pero esta vez tendría que salir al recreo. Para él era el peor momento del día: el sonido del timbre generaba en sus piernas un temblor inexplicable. Decidió poner su mejor sonrisa e imaginar que era invisible camuflándose en la fila.
Al llegar al patio, recorrió visualmente todos los puntos estratégicos donde poder pasar desapercibido: fuente despejada, columpios ocupados, campo de fútbol completo... ¡Error! Allí estaban. Juntos, como siempre, con sus miradas de hiena buscando alimento fácil.
No podía entender qué habían visto en él. Hubo un tiempo en el que pensó si sería por su color de pelo, o porque sus zapatillas estaban demasiado gastadas (reconozcamos que heredar ropa y calzado no te hace ocupar ningún podio), o simplemente porque no tenía demasiados amigos. Quizás ninguno. Cuando sus miradas se cruzaron, se dio cuenta que la invisibilidad tampoco era su fuerte. Y corrió. No podía permitirse llegar de nuevo a casa lleno de barro, o peor aún, con toda la espalda dolorida.
Buscó rápidamente un escondite en el lateral del gimnasio. Allí solo jugaban los niños de infantil, y seguramente podría escabullirse detrás del arenero. Otra decisión más a su lista de "torpes errores perpetuos". ¡Vacío! Y para cualquier presa, un campo despejado es sentencia de muerte. Su corazón bombeaba más deprisa de lo habitual y sus pulmones tiritaban. No le dejaban pensar. Las risas estaban cada vez más cerca, sus voces. Esas voces. Apretó fuertemente los puños, los alzó como hubiese hecho el mejor de los superhéroes.
Y entonces la vio. Una puerta. En aquella pared no tenía demasiado sentido. Pero para él, esa puerta era una salida. Se escuchaban sonidos al otro lado, voces extrañas y agudas, una música desacompasada. Deseó con todas sus fuerzas que estuviese abierta. Esta vez, la suerte estaba de su lado. Entró.
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