Silencio. Entra en escena el matrimonio TEPÁN con cestas, como si viniera a pasar un día de campo. Se dirigen a su hijo, ZAPO, que, de espaldas y escondido entre los sacos, no ve lo que pasa.
SR. TEPÁN. (Ceremoniosamente.) Hijo, levántate y besa en la frente a tu madre. (ZAPO, aliviado y sorprendido, se levanta y besa en la frente a su madre con mucho respeto. Quiere hablar. Su padre lo interrumpe.) Y ahora, bésame a mí. (Lo besa en la frente.)
ZAPO. Pero papaítos, ¿cómo os habéis atrevido a venir aquí con lo peligroso que es? Iros inmediatamente.
SR. TEPÁN. ¿Acaso quieres dar a tu padre una lección de guerras y peligros? Esto para mí es un pasatiempo. Cuántas veces, sin ir más lejos, me he bajado del Metro en marcha.
SRA. TEPÁN. Hemos pensado que te aburrirías, por eso te hemos venido a ver. Tanta guerra te tiene que aburrir.
ZAPO. Eso depende.
SR. TEPÁN. Muy bien sé yo lo que pasa. Al principio la cosa de la novedad gusta. Eso de matar y de tirar bombas y de llevar casco que hace tan elegante, resulta agradable, pero terminará por fastidiarte. En mi tiempo hubiera pasado otra cosa. Las guerras eran mucho más variadas, tenían color. Y, sobre todo, había caballos, muchos caballos. Daba gusto: que el capitán decía: al ataque, ya estábamos allí todos con el caballo y el traje de color rojo. Eso era bonito. Y luego, unas galopadas con la espada en la mano y ya estábamos frente al enemigo, que también estaba a la altura de las circunstancias, con sus caballos los caballos nunca faltaban, muchos caballos y muy gorditos y sus botas de charol y sus trajes verdes.
SRA. TEPÁN. No, no eran verdes los trajes del enemigo, eran azules. Lo recuerdo muy bien, eran azules.