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La cultura de la paz en la tradición
judeocristiana
Es en la evolución del concepto hebreo de paz (shalom) desde sus orígenes hasta que
llega a ser concebido como bendición divina y bien salvífico que puede encontrarse
en la cultura judía un camino para la paz. Constituye la antecedente una vía que se
iría separando progresivamente de la cultura de la guerra de los primitivos tiempos
de Israel y acercándose a la una cultura de la paz. De ahí que una de las más importantes
nociones mesiánicas de la escatología judeo-cristiana sea aquella que concibe la llegada
del Mesías con la llegada de la paz y que tiene como principio fundamental el mandamiento
de "no matarás" presente en el decálogo del Antiguo Testamento.
Con dicho principio se entrelaza la Antigua Alianza y la Nueva Alianza, el Antiguo
Testamento con el Nuevo Testamento, siendo para el cristianismo la figura principal la de
Jesús de Nazaret.
El nazareno ha sido vinculado tanto con los
esenios
como con los zelotas,
esto es, tanto con una secta pacífica retirada del mundo como con un grupo de rebeldes
frente a la dominación romana de Palestina. En cualquier caso su pacifismo no-violento
impregna toda su vida y sus enseñanzas, de ahí que haya tres conceptos fundamentales
en la figura del Cordero de Dios que el cristianismo venera como Mesías:
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El precepto del amor universal (Mt. 5.44-45; Lc 5.27-28) que implica tanto
el amor al prójimo como el amor hacia todos los otros, incluso hacia quienes
no nos quieren, nos molestan, maltratan u ofenden.
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El precepto de la no-violencia implicado en la lección del Sermón de la Montaña
(Mt. 5-38-42) al ofrecer la otra mejilla a quien te abofetea y al considerar
bienaventurados a los mansos, esto es, a los pacíficos.
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El precepto de la paz que surge como resultado del amor y de la mansedumbre,
algo que aparece con gran insistencia en el Nuevo Testamento y quedó recogido
en la liturgia eclesiástica católica con las palabras: "La paz os dejo, mi paz
os doy" (Jn 14.27), "daros fraternalmente la paz". Por este motivo los testimonios
de los mártires por la paz en el cristianismo son muy numerosos. Aquí podemos, por
citar un solo caso, recordar por ejemplo a San Maximiliano, un joven del siglo III
d.C. que fue condenado a muerte por negarse a portar armas después de abrazar la fe
cristiana.
La soteriología o doctrina de salvación que postulaba un Cristo universal, místico y
pacífico es el contexto de intereses teológicos del Evangelio de San Marcos. La narración
del pacifismo cristiano proviene también de las Cartas de San Pablo que encontramos en
el Nuevo Testamento. Por esa dimensión pacífica y universalista de amor al prójimo el
Evangelio de Marcos, tras la Pasión, presenta a un centurión romano, a un gentil, como
el primer hombre que captó la divinidad de Cristo (Mc 15.39). La apuesta de los evangelistas
y de los apologistas cristianos será la de convertir a Roma, haciéndola pasar de ser la
ciudad pagana de la guerra y la conquista a la ciudad cristiana de la paz universal.
La tradición de San Pablo y de San Marcos, de cristalización tardía, acoge una ética social
de resignación, pacifista, interiorizannte, universalista, de mansedumbre. Su lugar de gestación
son las comunidades cristianas gentiles influidas por el paulismo, antes y, sobre todo, después
del año 70 d.C. El evangelio original presentaba una ética interna de fraternidad, en el contexto
de una ética externa de hostilidad a los enemigos de la paz. Los evangelios canónicos asimilaron
la ética fraternal de los judíos mesiánicos en una ética universal del amor válida para todos los
hombres y naciones.
El evangelio de Lucas se propone, igualmente, subrayar el carácter pacificador de Jesús de
Nazaret. En los Hechos, su intención era presentar el cristianismo como una fe acogida por
los gentiles y protegida por los magistrados romanos. Sugiere claramente que la misión del
Crucificado había sido de paz y de perdón. El Cuarto Evangelio y las epístolas juánicas
constituyen el paso definitivo para la acuñación, no sólo de un Cristo pacífico, sino
también de una interpretación teológica de su figura. El evangelio de Juan pone en boca
de Jesús la repudiación formal y taxativa de toda dimensión bélica de su empresa mesiánica
o de salvación. Su intención también era la de evangelizar a todos los cristiano-romanos
del s.II d.C.
De tal manera, el evangelio de Juan marca un hito culminante en la doctrina de la divinidad
de Cristo y su papel de salvador de toda la humanidad, acentuando y extrapolando la línea
divinizadora. Este escrito está impregnado de la tradición filosófica y espiritualista
helénica -predominante ya en Filón de Alejandría y en Pablo de Tarso-, como es patente
en su doctrina inaugural de Cristo en cuanto Lógos.
El Lógos como verbo encarnado era una idea helenística y los cristianos la
compartirán con los gnósticos.
La palabra divina de paz y amor se hace carne y Jesús de Nazaret, además de hombre,
resulta también Cristo (palabra griega que significa: el ungido) la palabra del hijo
de Dios en la tierra.
El cristianismo pacifista se sostiene en la promesa de un reino celeste y espiritual.
Así, el hombre interior de San Pablo, a medida que va perdiendo, por el paso del tiempo, la
tensión mística de quien anhela la paz aquí y ahora, va saturándose de moral estoica y
neoplatónica, relegando su urgencia de liberación a los confines de una conciencia que
descansa sobre la creencia en un segundo mundo de los cielos. El reino de Dios en la tierra
se esfuma del panorama cristiano. El reino es ahora un reino del espíritu ya insertado en
el corazón del hombre renacido en Cristo por el bautismo. El que se convierte en cristiano
adopta una senda de amor universal en la tierra que obtendrá como recompensa la salvación
eterna en los cielos.
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