El tren había salido a la hora reglamentaria. Picaporte ocupaba el mismo compartimiento que su amo. Un tercer viajero estaba en el rincón opuesto. Era el brigadier general sir Francis Cromarty, que iba a reunirse con sus tropas cerca de Benarés. Era hombre instruido, que de buena gana hubiera dado informes sobre los usos, historia y organización del país indio, si Phileas Fogg hubiese sido hombre capaz de pedirlos. Pero este caballero no pedía nada. No viajaba, sino que estaba escribendo una circunferencia. Era un cuerpo grave recorriendo una órbita alrededor del globo terrestre. En aquel momento rectificaba para sus adentros el cálculo de las horas empleadas desde su salida de Londres.
Una hora después de haber salido de Bombay, el tren había atravesado la isla Salcette y corría sobre el continente. Francis Cromarty dijo:
-Hace algunos años, mister Fogg, que hubiérais tenido aquí un atraso que probablemente hubiera comprometido vuestro itinerario. -¿Por qué, sir Francis? -Porque el ferrocarril terminaba al pie de estas montañas, que era necesario atravesar en palanquín o a caballo hasta la estación de Kandallah, situada a la vertiente opuesta. -Esta tardanza no hubiera de modo alguno descompuesto el plan de mi programa- respondió mister Fogg-. No he dejado de prever la eventualidad de ciertos obstáculos.
Al día siguiente, 21 de octubre, el tren corría por un territorio casi llano formado por la comarca del Khandeish. La campiña, bien cultivada, estaba llena de villorrios, sobre los cuales el minarete de la pagoda reemplazaba al campanario de la iglesia europea. Esta región fértil estaba regada por numerosos arroyuelos, afluentes la mayor parte del Godavery.
Picaporte, despierto ya, miraba y no podía creer que atravesaba el país de los indios en un tren del "Great Peninsular Railway". Esto te parecía inverosímil, y, sin embargo, nada más positivo. La locomotora, dirigida por el brazo de un maquinista inglés y caldeada con carbón inglés, despedía el humo sobre las plantaciones de algodón, café, moscada, clavillo y pimienta. El vapor se contorneaba en espirales alrededor de los grupos de palmeras, entre las cuales aparecían pintorescos bungalows. Después, había inmensas extensiones de tierra que se dibujaban hasta perderse de vista; juncales donde no faltaban ni las serpientes ni los tigres espantados por los resoplidos del tren y, por último, selvas perdidas por el trazado del camino, frecuentadas todavía por elefantes que miraban con ojo pensativo pasar el disparado convoy.
A las doce y media, el tren se detuvo en la estación de Burhampur, y Picaporte pudo procurarse a precio de oro un par de babuchas, adornadas con abalorios.
Por la tarde se cruzaron los desfiladeros de las montañas de Suptur. Al siguiente día, 22 de octubre, respondiendo a una pregunta de sir Francis Cromarty, Picaporte, después de consultar su reloj, dijo que eran las tres de la mañana. Y en efecto, ese famoso reloj, siempre areglado por el meridiano de Greenwich, que estaba a cerca de setenta grados al Oeste, debía atrasar y atrasaba en efecto cuatro horas. Sir Francis rectificó por consiguiente la hora dada por Picaporte. Y trató de hacerle comprender que debía arreglar su reloj por cada nuevo meridiano, y que, caminando constantemente hacia el sol, los días eran más cortos tantas veces cuatro minutos como grados se recorrían.
Todo fue inútil. Hubiese o no comprendido la observación del brigadier general, el obstinado Picaporte no quiso adelantar su reloj, conservando invariablemente la hora de Londres. A las ocho de la mañana, y a quince millas antes de la estación de Rothal, el tren se detuvo en medio de un extenso claro del bosque, rodeado de "bungalows" y de cabañas de obreros. El conductor del tren pasó delante de la línea de vagones diciendo: -Los viajeros se apean aquí. Phileas Fogg miró a sir Francis Cromarty, que pareció no comprender nada de esta detención en medio de un bosque de tamarindos. Picaporte, no menos sorprendido, se lanzó a la vía y volvió casi al punto exclamando: -¡Señor, ya no hay ferrocarril! -¿Qué queréis decir?- Preguntó sir Francis Cromarty. - Quiero decir que el tren no sigue. El brigadier general descendió al instante del vagón. Phlleas Fogg lo siguió sin darse prisa.
Ambos se dirigieron al conductor. -¿Dónde estamos?- Preguntó sir Francis Cromarty. -En la aldea de Kholby- respondió el conductor. -¿Nos paramos aquí? -Sin duda. El ferrocarril no está concluido. -¡Cómo! ¿No está concluido? -No. Falta un trozo de cincuenta millas entre este punto y Hallahabad, donde se vuelve a tomar la vía. -¡Sin embargo, los periódicos han anunciado la apertura completa del ferrocarril! -¡Qué quereis! Los periódicos se han equivocado. -¡Y dais billetes desde Bombay a Calcuta!- Replicó sir Francis que empezaba a acalorarse. -Sin duda- replicó el conductor- pero los viajeros saben muy bien que deben hacerse trasladar de Kholby a Hallahabad. Sir Francis Cromarty estaba furioso. Ya no podía más, no se atrevía a mirar a su amo. -Sir Francis -dijo sencillamente mister Fogg-, vamos a discurrir, si lo queréis, el medio de llegar a Hallahabad.
-Mister Fogg, se trata aquí de una tardanza absolutamente perjudicial a vuestros intereses. -No, sir Francis, ya estaba prevista. -¡Cómo! ¿Sabíais que la vía?... -De nigún modo; pero sabía que un obstáculo cualquiera surgiría tarde o temprano en el camino. Ahora bien, no hay nada comprometido. Tengo dos días de adelanto que sacrificar. Hay un vapor que sale de Calcuta para Hong Kong el 25 al mediodía. Estamos a 22 y llegaremos a tiempo a Calcuta.
La mayor parte de los viajeros conocían esa interrupción de la vía, y al apearse del tren se habían apoderado de los vehículos de todo género que había, carretas arrastradas por unos zebús, especie de bueyes, carros de viaje semejantes a pagodas ambulantes, palanquines, caballos, etc.
Así es que mister Fogg y sir Francis, después de haber registrado toda la aldea, se volvieron sin haber encontrado nada. -Iré a pie -dijo Phileas Fogg. Picaporte, que entonces se reunía con su amo, dijo: -Señor, me parece que he hallado un medio de transporte. -¿Cuál? -¡Un elefante! ¡Un elefante que pertenece a un indio que vive a cien pasos de aquí! -Vamos a ver el elefante- respondió mister Fogg. Cinco minutos después, Phileas Fogg, sir Francis Cromarty y Picaporte llegaban cerca, de una choza adherida a una cerca formada por altas empalizadas. En la choza habia un indio, y en la cerca, un elefante. El indio introdujo a mister Fogg y a sus dos compañeros en la cerca. Allí se encontraron en presencia de un animal medio domesticado. Kiouni- así se llamaba el animal- podía, como todos sus congéneres, hacer durante mucho tiempo una marcha rápida, y, a falta de otra cabalgadura, Phileas Fogg resolvió utilizarlo.
Pero los elefantes son caros en la India, donde comienzan a escasear. Los machos que convienen para las luchas de los circos, son muy solicitados. Estos animales no se reproducen sino raras veces cuando están domesticados, de tal suerte, que solamente pueden obtenerlos cazándolos. Por eso están muy cuidados; y cuando mister Fogg preguntó al indio si quería alquilarle su elefante, el indio se negó a ello resueltamente. Fogg insistió y ofreció un precio excesivo por el animal, diez libras por hora. Denegación. ¿Veinte libras? Denegación también. ¿Cuarenta libras? Siempre la misma denegación. Picaporte brincaba a cada puja. Pero el indio no se dejaba tentar. Era una buena suma, sin embargo. Suponiendo que el elefante echase quince horas hasta Allahabad, eran seiscientas libras lo que producía para su dueño. Phileas Fogg, sin acalorarse, propuso entonces la compra del animal y le ofreció mil libras.
El indio no quería vender. Phileas Fogg ofreció sucesivamente mil doscientas libras, después mil quinientas, en seguida mil ochocientas, y por último dos mil. Picaporte estaba pálido de emoción. A las dos mil libras el indio se entregó. -¡Por mis babuchas -exclamó Picaporte-, a buen precio hay quien pone la carne de elefante! Arreglado el negocio, ya no faltaba más que guía, lo cual fue más fácil. Un joven parsi, de rostro inteligente, ofreció sus servicios. Mister Fogg aceptó y le prometió una gruesa remuneración, lo cual no podía menos de contribuir a redoblar su inteligencia. Sacaron y equiparon al elefante sin tardanza. El parsi conocía perfectamente el oficio de "mahut" o cornac. Cubrió los lomos del elefante y dispuso por cada lado dos especies de cuévanos bastante poco confortables. Phileas Fogg pagó al indio en billetes de Banco, que extrajo del famoso saco.
Después, mister Fogg ofreció a sir Francis Cromarty trasladarlo a la estación de Hallahabad. El brigadier general aceptó. Un viajero más no podía fatigar al gigantesco elefante. Se compraron víveres y sir Francis Cromarty tomó asiento en uno de los cuévanos, y Phileas Fogg en otro. Picaporte montó a horcajadas sobre la hopalanda entre su amo y el brigadier general. El parsi se colocó sobre el cuello del elefante, y a las nueve salían y penetraban por el camino más corto en la frondosa selva de esas palmeras asiáticas llamadas plataneros.